La ostentosa pinacoteca
de una vetusta ciudad
resulta lugar de encuentro
para dos lozanas damas.
Una es de carne y hueso;
la otra... un retrato,
sobre lienzo moreno pintado:
negra y ondulada cabellera
definiendo el óvalo de la cara,
hombros torneados,
tez lechosa, lánguida;
indicios de besos furtivos
en los labios sonrosados,
nariz perfilada,
ojos grandes y almendrados,
en la mirada... el alma.
En silencio se expresa,
en silencio es escuchada,
en silencio se comprenden ambas;
el silencio... ni escucha ni habla.
“Lo amaba –comienza diciendo–,
de tal modo y en tal cuantía...
Era mi mentor, mi maestro,
mi fe, mi credo, mi guía,
faro que iluminaba
mis horas oscuras, vacuas;
era Trimurti, renacido artista.
Lo amaba...
al tiempo que aborrecía
el ropaje que rozaba
su cuerpo de dios heleno
–de mi desvarío causa–,
el arte que lo absorbía.
Lo amaba,
lo amé...
hasta romperse el cristal
con que mirarlo solía.
A través de la objetividad miré,
y se me truncó el concepto
que acerca de él tenía.
Mis ojos, hasta entonces ciegos,
comenzaron a ver,
a la realidad se abrieron:
no era divino, sino humano;
a semejanza de los demás hombres,
al igual que yo... terreno.
Un ser corriente y moliente,
vulgar,
acarreando virtudes y defectos...
expiando la dualidad.”
© María José Rubiera
© María José Rubiera