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lunes, 27 de enero de 2014

El sexto jinete

Ganó la vía pública y se sumó a los demás viandantes. Caminaba diligente, como quien llega tarde al trabajo. Pero su prisa era infundada: llevaba años parado. Y con el paso de los meses se le había ido dificultando de forma alarmante, la posibilidad de encontrar empleo.
La última hora de la tarde lo sorprendió desplomado sobre el césped de una alameda. Había recorrido la ciudad de punta a punta. Tenía los pies destrozados, un hambre feroz y los bolsillos vacíos. Pensando en pedir limosna, echó un vistazo a su alrededor. A voz en grito se anunciaban el infortunio y la miseria: por doquier se veían ancianos desastrados. Algunos paseaban en silencio, enfrascados en su propio mundo. Otros sostenían animadas conversaciones acerca de tiempos añejos; oyéndolos hablar daba la impresión de que sus vidas se habían anclado en un determinado momento, sin posibilidad alguna de avance. Los más aguardaban sentados en los bancos, a la espera de que un conocido –o desconocido– entablara conversación con ellos. En los apergaminados rostros podían leerse capítulos versando sobre la desgarradora soledad. Se sintió plenamente identificado con aquellos seres, no por vivir en propias carnes el estrago de los años (aún era relativamente joven, por desgracia para él ya que hubiera preferido morirse antes que verse mendigando para sobrevivir), sino por albergar la dolorosa certidumbre de pertenecer a una tribu análoga: los desahuciados anímicos.
Inesperadamente, un impulso ventoso trajo a sus oídos el redoble de unas campanas. “¿Y si me acercara hasta la iglesia a pedir limosna…? ¿Por qué no? Con un poco de suerte tal vez consiga cenar esta noche”, se dijo.                 
Penetró en el sacro recinto. La llama de los cirios se proyectaba sobre los vetustos muros, dotándolos de  inquietantes sombras. Exigua era la concurrencia. Los escasos fieles se hallaban desperdigados por el templo, como si cada uno de ellos hubiera elegido distanciarse de los demás; como si todos hubieran tenido a bien considerar que la proximidad de terceros por fuerza habría de interferir en su rogativa personal.
Avanzó por el pasillo de la nave central, sin que ninguno de los orantes apartara los ojos del misal que sostenía entre las manos, ni acallara el bisbiseo de sus oraciones. Se situó ante el altar y enfrentó su mirada a la del Cristo. “No sé qué decirte, Compañero. Se me han olvidado los términos con que debo dirigirme a Ti. Sólo preguntarte: ¿Por qué permites que algunos tengan tanto  mientras otros carecen de lo más esencial? Ojalá algún día, en algún lugar, alguien me dé respuesta al porqué de tan grave injusticia”, masculló entre dientes.  
Transcurrida media hora la iglesia, al igual que su estómago, se quedó vacía. Y los portones fueron candados hasta el día siguiente.

© María José Rubiera      

viernes, 17 de enero de 2014

La importancia de llamarse Poesía

De mis iniciales poesías,
trazadas con mano resuelta
y efervescencia de niña
que gusta de hacer poemas
y decirse "poetisa"
cuando nadie puede escuchar
lo que se dice a sí misma,
sólo cabe destacar
la sinceridad genuina
con la que fueron escritas.
 
Por aquel entonces,
me enamoraba cuanto escribía.
Pero pasados los años,
una vez superada la etapa
de extremada cursilería,
no me quedó sino asumir
que había compuesto unas pésimas poesías.
Ahora bien, considerando que de alguna manera
habían sido parte integrante de mi vida,
ni mucho menos pensé en deshacerme de ellas
sino que las guardé en una carpeta
y las oculté en el fondo del secreter.
Del resto se encargaría el tiempo: me olvidé de su existencia.
 
Me olvidé de su existencia... hasta ayer.
 
No podría decir ni saber qué me hizo evocarlas
ni por qué sentí la acuciante necesidad
de reencontrarme con ellas.
Sólo sé que me precipité hacia el secreter,
temiendo que alguien se hubiera ocupado en tirarlas:
Allí estaban, en el compartimiento en que años atrás las alojara,
en la misma carpeta donde mis innobles manos las clausurara.
Temblorosa, emocionada,
los ojos cegados por una neblina lacrimosa,
me dispuse a releerlas. Y entonces, ¡oh, entonces!,
noté que se me helaba la sangre en las venas:
suicidarse... habían decidido las estrofas
que las componían.
Sobre los folios acartonados, amarillentos nada resultaba legible.
Nada, salvo dos versos dejados aposta,
escritos, a modo de epitafio, a saber por quién.

© María José rubiera 

domingo, 12 de enero de 2014

Al desgaire

Sabor a mandarina,
 tenía el beso que me trajo el aire.

Era un beso tuyo
que, habiendo huido
de tus posesivos labios
con absoluto descuido,
ejerciendo su albedrío
como si tal cosa,
al desgaire,
en la orilla de mi boca
buscó estacionarse.

Escaso tiempo lo disfruté;
 conforme llegó se marchó:
despreocupado, expedito,
cimbreante cual hoja de támara,
por el Minstral impelido
a heredades lejanas.
Y no he vuelto a gozar de su favor.

Sospecho que contigo…
tampoco volvió.


© María José Rubiera




martes, 7 de enero de 2014

La lengua del alma

Nada fragmenta
el pedernal de la noche:
no aletean las palabras
ni los relojes cantan,
no fulgen las pasiones
ni el amor se explaya.

Nada tienen que decirse
los yacientes en la cama:
no recuerdan
cómo se habla
la lengua del alma,
ni siquiera recuerdan
el lenguaje del alba
ni el símbolo travestido
de muselina rosada.

© María José Rubiera