Cada tarde se encontraban
en la serena alameda...
Cuando ella se demoraba,
él aguardaba expectante,
anhelando regalarle
bien un ramito de rosas,
bien margaritas campestres,
rubicundas amapolas...,
o zarzamoras silvestres.
Aún era un imberbe
sin boatos que ofrecerle,
un chiquillo...
de pecho y rostro lampiños,
un adolescente...
ataviado de suspiros,
sin un chavo en los bolsillos;
en el corazón, un sueño
cual madreperla perlino,
verdoso cual esmeralda;
en los labios, un "te quiero",
y una promesa en el alma;
en la garganta, un requiebro
melindroso, delicado,
ensayado ante el espejo,
de continuo recitado,
por si acaso lo olvidaba
al decírselo a su amada.
© María José Rubiera
© María José Rubiera