Tic... tac..., tic... tac...
Inexorable, el segundero avanzaba,
señalando absoluta precisión;
en tanto, el cuclillo se desperezaba
para llevar a cabo su misión:
apenas unas décimas de segundo
para desembarazarse de la indolencia,
acicalarse y mostrar su faz al mundo,
obediente al artilugio de la esfera.
Tic... tac..., tic... tac...
Por fin, la hora bruja llegó: las doce,
doce de la noche signaban las saetas,
impulsadas por efecto del resorte;
el cuco cantó y se cerraron las puertas.
Una vez acallada la avecilla del reloj,
en respuesta a una especie de consigna,
la tienda del anticuario cobró vida:
el duendecillo que habitaba en el boj,
ocas, enanos, búhos, reptiles, ardillas,
el polichinela: cosas muy antiguas.
Empero, la joya de la vitrina
era una deliciosa bailarina
que a la hora citada efectuaba un ritual
sobre nacarada caja musical;
adorable y delicada figulina,
nívea, de exquisita porcelana china,
de dulce y candoroso rostro aniñado
y armonioso cuerpo, con tul ataviado.
El polichinela la amaba en secreto,
con un amor tardío, propio del sosiego
de ajado títere que se siente viejo,
y no alberga esperanza de comienzo.
Tic... tac..., tic... tac...
Una aciaga tarde, apareció un extraño
de índole malvada, ruin, bestia, zafio,
que llegó a un acuerdo con el anticuario;
de la bailarina se había encaprichado.
En silencio, el polichinela lloraba,
el corazón y el alma rotos de pena;
era sabedor, por su vasta experiencia,
que en cuanto hubiera satisfecho el capricho,
aquel hombre condenaría a la amada
a danzar sin tregua ni respiro;
sin descanso accionaría el mecanismo
hasta volverle el cuerpo quebradizo.
Tic... tac..., tic... tac...
Implacable, el tiempo su andar continuaba,
ajeno a la desdicha, al llanto, al dolor;
en tanto, el cuclillo se desperezaba
para llevar a cabo su misión.
© María José Rubiera